Café
El café me inspira. Es necesario en mi vida; podría dejarlo, pero lo agradezco siempre. Tenerlo en contenedores grandes, transparentes y limpios no perturba mi vista. Veo un color neutro con carácter y de la tierra. Ahí están los granos tostados, listos para moler. La moledora hace un ruido estruendoso; es un robot pequeñito que se expresa a gritos cuando trabaja dejando listo el café para prepararlo en olla o cafetera eléctrica. Cuando esta hirviendo el agua en la olla, la cocina se activa. La percibo viva, y como me gusta pensar que la cocina es el corazón de una casa, siento que la casa entera cobra vida. Cuando le agregan el café molido en buena cantidad y tiempo correcto al agua que hierve, la cocina huele muy bien. Después de un tiempo cortito y justo para que los granos molidos suelten su sabor y aroma, sirven el café colándolo en tazas de colores neutros, recibo el mío y si veo un círculo de espuma hasta arriba del líquido, mi capacidad de agradecimiento se dispara porque es garantía de una bebida sin igual. Cuando preparan el café en cafetera eléctrica, me siento en un avión. La moledora ya hizo su escándalo y observo a quien se mueve para poner agua en el contenedor del robot cafetero, busca un filtro, lo coloca en su lugar, presiona el botón de encendido y solo espera para servirlo. A la casa esta vez la activa la tecnología y curiosamente hay compañía de músicos amigos en casa cuando se prepara así. Me siento en un avión porque el proceso de preparación sucede casi sin que me dé cuenta: como cuando escucho el ruido de las turbinas, siento el despegue, me olvido de todo durante el vuelo, aterrizo y llegué. Recibo mi taza de café (me gusta sin azúcar) y lo disfruto en compañía de mentes geniales que suelen traer pan y/o galletas para acompañar, aunque si no hay pan ni galletas, el café, es el café.
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